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    Finalidad prioritaria del Estado democrático de Derecho
    Henrique Meier* / Soberania.org - 28/11/12
   
  La supervivencia de la dictadura depende, luego de haber demolido las instituciones del otrora Estado de Derecho, de la definitiva destrucción de los valores y principios que conforman la cultura del “constitucionalismo democrático”.  
     
El reconocimiento, respeto y garantía de las libertades y derechos fundamentales de la persona humana: finalidad prioritaria del Estado democrático de Derecho
   

El axioma “El Estado está al servicio del hombre, y no el hombre al servicio del Estado” sintetiza el primero y fundamental principio-valor del Estado de democrático Derecho en cualquiera de sus modalidades históricas del pasado y del presente.

La primera consecuencia (1) de este postulado axiológico es que el Estado no se justifica en sí mismo, ni en los fines de las doctrinas e ideologías de los absolutismos de los Siglos XVI al XVIII, y los totalitarismos de los Siglos XX y XXI, para pretender legitimar la supremacía de un hombre sobre los individuos y la sociedad: el Rey (absolutismo monárquico), un caudillo mesiánico (populismo militarista); o de una colectividad abstracta:
el Estado (fascismo), la Nación-raza (nacionalsocialismo), el Partido-Estado (socialismo autoritario o comunismo) y así “justificar” la abolición de las diversas expresiones de la libertad-autonomía (libertad ambulatoria, de tránsito, de conciencia,  información, opinión, expresión, culto, trabajo, profesión, arte, oficio, empresa, inviolabilidad del hogar, de la correspondencia, derecho de propiedad etc.) y de la libertad-participación (sufragio, derecho a postularse para cargos de elección popular, derecho a fundar organizaciones políticas y a formar parte de las mismas,  a manifestar pacíficamente y sin armas, derecho de reunión con fines políticos, etc.).

En efecto, a diferencia del “constitucionalismo democrático,” en el “constitucionalismo estatalista” (fundamento político-jurídico de los Estados totalitarios o Estados policiales) se establece la superioridad absoluta del poder sobre el individuo, del poder respecto de la libertad, y como lógico corolario de ello, la eliminación de la autonomía de la persona humana y de la sociedad (organizaciones políticas, económicas, sociales, sindicales, educativas y culturales; en pocas palabras, extinción de la sociedad civil).

Al respecto, en el artículo 62 de la Constitución de la Ex Unión Soviética (1977) se expresaba: “El ciudadano de la Unión Soviética debe velar por los intereses del Estado soviético y contribuir al fortalecimiento de su poderío y prestigio”. El vocablo “poderío” según el reconocido constitucionalista y politólogo, Maurice Duverger, expresa las relaciones de dominación en el ámbito de las poblaciones de animales  donde el más fuerte y fiero impone su fuerza bruta para liderar una manada, un rebaño.  El león  que se halla a la cabeza de una manada conservará su liderazgo mientras cuente  con capacidad para aniquilar a cualquiera que le dispute su poderío; de lo contrario, será desplazado por el espécimen con mayor vigor físico (usualmente más joven).

Duverger diferencia al poderío del poder, atribuyéndole a ésta última palabra un significado antropológico: las relaciones de dominación entre los hombres caracterizadas, en el concepto del maestro francés, por la existencia de límites políticos, jurídicos, institucionales, éticos, sociales, culturales. El poderío sería inherente a la implacable ley darwiniana de la selección de las especies (sólo sobreviven los más fuertes) que rige en el orden ecológico, mientras que el poder a la aspiración humana de construir un orden social justo y civilizado sustituyendo a las “leyes de la naturaleza” por las leyes civiles o de la ciudad.



Pues bien, en el contexto ideológico del totalitarismo soviético no cabía la posibilidad de ciudadanos titulares de derechos y libertades frente al Estado. El “nuevo hombre” de la sociedad socialista era apenas un engranaje de esa gran maquinaria a la que se refería el padrecito de los pueblos, el genocida Stalin, cuando brindaba en su oficina del secretariado general del Partido Único, por el “éxito” de la industrialización de Rusia ejecutada a costa de millones de vida de los “kulak” (campesinos considerados como “terratenientes”) sacrificados en la colectivización forzosa del campo. Todo se hallaba supeditado al poderío soviético, al aumento progresivo, sin atenerse a límite alguno, prescindiendo de cualquier coste humano (social), del poder militar, industrial, científico y tecnológico del Estado.

Esa “concepción mediatizada” de la persona humana está presente también en el artículo 5º de la Constitución de
Cuba (1976) que califica al partido comunista como la fuerza dirigente “superior” de la sociedad y el Estado: “El Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”.

Al igual que en el caso de la Ex Unión Soviética, el “ciudadano cubano” está al servicio del Partido-Estado y de los “altos fines” de la construcción del socialismo y de la meta final: la sociedad comunista. En consecuencia, la persona en Cuba no es un fin en sí, no se le reconoce dignidad, es parte de ese engranaje colectivo por el que alzaba su copa Stalin, de ese supuesto esfuerzo común para avanzar hacia la “sociedad perfecta”. Tal objetivo “justifica” la
abolición de los derechos humanos, la crónica insuficiencia de los bienes materiales requeridos para la satisfacción de las necesidades primarias, la resignación a una pobre calidad de vida, la imposibilidad de expectativas de prosperidad y bienestar, y por supuesto, la “dictadura totalitaria” de los Castro ejercida en nombre del “proletariado”, pero para beneficio exclusivo de esos “héroes de la Sierra Maestra”, sus familiares y la burocracia del Partido-Estado (nomenclatura).

El cinismo y la burla de los Castro y sus cómplices  se evidencia de la letra de la citada Constitución,  ya que mientras en su artículo 1º se garantiza la “libertad política” de los cubanos “Cuba es un Estado socialista de trabajadores, independiente y soberano, organizado por todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política...”, en el artículo 62 se la niega empleando un típico enunciado cínico: “Ninguna de las libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo. La infracción de este artículo es punible”.

La ruptura de la lógica es inocultable: la libertad es la sumisión, pues el “ciudadano cubano” forzosamente debe ser socialista (comunista): vivir como comunista actuar como comunista, pensar como comunista. Es así como cualquier acto u omisión individual o grupal que el régimen considere contrario a la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo es un delito. Lo que explica la brutal represión de la más mínima manifestación de disidencia (las palizas recibidas por las “damas de blanco” de manos de fieles súbditos del régimen en la “Plaza de la Revolución”, las condenas a  20 años de prisión a los 75 disidentes que en el 2003 osaron criticar al régimen cubano).



Y es que la “dictadura total” excluye al hombre libre u hombre soberano: el totalitarismo parte del Estado y hace del individuo el “Estado subjetivado”: “Nada fuera del Estado”, “Todo dentro del Estado”, “Nada contra el Estado” (el nuevo hombre nacional-socialista o nazista, fascista, comunista); por el contrario, la democracia parte del individuo y hace del Estado “el hombre objetivado”.

El “individuo estatizado” no es tal, y aunque tenga una individualidad biosíquica, intelectual y espiritualmente carece de autonomía, ha sido objeto de “estandarización”, el Estado se ha interiorizado en su mente, vive dentro de él, por tanto, la obediencia incondicional al poder forma parte de creencias impuestas por medio del sistema educativo ideologizado (lo que explica el espionaje y la delación que llevan a cabo los denominados comités de defensa de la revolución en Cuba, desde hace más de 50 años).

La obsesión del Estado estaliniano (Unión Soviética 1934-1990), nos dice Pierre Faye  es la “traición al misterio”, al secreto de Estado, de ahí que mientras “El crimen fundamental en la cuenta del Estado hitleriano será la matanza de los judíos de Europa, entendidos como una raza y una sangre… la paradoja del Estado estaliniano será el destruirse a sí mismo, matando a cerca de medio millón de miembros de su propio “aparato”, el de su partido único “
[1].

“Stalin trataba de abolir la soberanía- nos dice Jean Pierre Faye en su obra  citada- y de extirparla hasta la raíz de una humanidad finalmente indiferenciada". “La subjetividad soberana deja de estar en juego” y desde entonces “se renuncia a la soberanía, que es sustituida por la objetividad del poder”, observaba Bataille ya en 1953. Así “en la sociedad soviética “del estalinismo “el escritor o el artista están al servicio de dirigentes que no son soberanos, como ya he dicho, más que en la renuncia de la soberanía”. De ahí se sigue el destierro de “el escritor o el artista soberano” y el que “no se admita, en general, más que el arte o la literatura del pasado. Mas claramente aún, en el sentido de Bataille, “el poder es la negación de la soberanía”
[2]. De la soberanía personal identificada como libertad-autonomía, no de la soberanía estatal concebida en los sistemas totalitarios como poder ilimitado.

En el extremo opuesto, el Estado democrático de Derecho (democracia liberal) como “hombre objetivado” se expresa en el axioma antes señalado: el poder está al servicio de la persona humana, y por ende, de la sociedad. Se trata del complejo y dificultoso proceso histórico de “civilización del poder” y  de “las relaciones de poder” (las relaciones entre gobernantes y gobernados), es decir, del proceso cuya finalidad es deslastrar al poder político de la agresividad instintiva primaria que en los hombres adquiere rasgos de una intensidad sin límites inexistente en el reino animal: actos deliberados, calculados, de violencia alevosa y cruel, uso de instrumentos para causar dolor y muerte (la tecnología de la crueldad y la muerte).

Eric Fromm distingue dos tipos de agresividad radicalmente diferentes en el hombre: “Una, que comparte con todos los animales es una pulsión
filogenéticamente programada que lo incita a atacar (o a huir) cuando sus intereses vitales son amenazados. Esta agresión defensiva, benigna, está al servicio del individuo y de la especie: ella es biológicamente adaptativa y cesa cuando la amenaza desaparece. El otro tipo, la agresividad maligna, dicho de otra manera, la crueldad y la destructividad, es específica de la especie humana y prácticamente inexistente en los mamíferos. No se halla filogenéticamente programada y no es biológicamente adaptativa, no tiene una finalidad definida y su satisfacción es libidinosa”[3] .



La aspiración del “constitucionalismo democrático” es trascender el hecho desnudo del “poderío”, del dominio basado en la potencia de la fuerza material (y sus medios: encarcelamiento, torturas, asesinatos) y en la manipulación y coacción sicológica (y sus  medios: amenazas, espionaje, delación, propaganda falaz, lavado de cerebro)  imponiéndole al Estado límites objetivos mediante controles jurídicamente  institucionalizados.

Tal es la segunda consecuencia (2) de la finalidad fundamental del “constitucionalismo democrático”, ya que si se quiere garantizar una sociedad de hombres libres el poder del Estado ha de ser insoslayablemente limitado, pues todo poder tiende a su extremo, a ser cada vez más poderío: una dinámica perversa de extensión e intensificación del dominio. El sumun del dominio del “poderío” es reducir al hombre a la condición de insecto (gusano, en el vocablo Castrista) para aplastarlo como a una mosca. Elías Canetti retrata de manera magistral la esencia del poderío:


“Quien quiere enseñorearse de los hombres busca rebajarlos: privarlos arteramente de su resistencia y sus derechos hasta que estén impotentes ante él, como animales. Como animales los utiliza: aunque no lo diga, siempre tiene dentro de sí muy claro lo poco que representan para él, frente a sus confidentes los calificará de ovejas o bueyes. Su meta última es siempre 'incorporarlos' y absorberlos. Le es indiferente lo que de ellos quede. Cuanto peor los haya tratado tanto más los desprecia. Cuando ya no sirven para nada se libera de ellos en secreto como excrementos, y se encarga de que no apesten el aire de su casa”
[4] .


De modo que el objetivo de la concepción del Estado democrático de Derecho es controlar la tendencia del poder hacia la barbarie o poderío brutal, ilimitado, a justificarse en si, o el poder por el poder, aunque se le pretenda barnizar ideológicamente (“socialismo del siglo XXI”). En el artículo 3º  de la actual “Constitución formal” (1999) se consagra la idea del poder estatal como medio de realización de unos fines superiores que legitiman su existencia y actuación:


“El Estado tiene como fines esenciales la defensa y desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad popular, la construcción de una sociedad justa y amante de la paz, la promoción de la prosperidad y el bienestar del pueblo y la garantía del cumplimiento de los principios, derechos y deberes reconocidos y consagrados en esta Constitución”.


La defensa y desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad mediante la garantía del cumplimiento de los derechos y deberes reconocidos y consagrados en el Título III de la Constitución, es, tópico ya señalado, la primera finalidad u objetivo del Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, vale decir, “la preeminencia de los derechos humanos” (Art. 3).



Los principios cuyo cumplimiento conforman, también, un fin fundamental del poder estatal son básicamente los valores superiores del ordenamiento jurídico y de la actuación de los órganos y organismos de dicho poder, a saber: la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social, la ética y el pluralismo político (Art. 2).

La construcción de una sociedad justa y amante de la paz no puede concebirse como una finalidad exclusiva del poder estatal en el contexto de un régimen político democrático, al consistir en un objetivo a largo plazo que implica la participación corresponsable, voluntaria y libre de la sociedad civil por medio del diálogo y el consenso, exigencia ineludible del principio pluralista.

El ejercicio democrático de la voluntad popular más que un fin del Estado se refiere a la naturaleza del gobierno, en su sentido amplio (poderes ejecutivos y legislativos de la República, los Estados y los Municipios), que debe ser democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos revocables (Art. 6).

La promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo también postula la acción conjunta entre Estado y sociedad (principio de corresponsabilidad) en los ámbitos económicos, educativos, ambientales y culturales (Arts. 299, 326, 127,106 CN)

En síntesis, el Estado democrático de Derecho es la única concepción sobre el poder político (las relaciones de poder) que lo reduce a esa categoría de medio o instrumento institucional al servicio de fines-valores supraestales cuya realización le otorga legitimidad de desempeño a los poderes públicos.

Esa finalidad, en la primera modalidad histórica de Estado de Derecho: el Estado de Derecho Liberal-Burgués (siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX), con fundamento en la filosofía del individualismo abstracto, se limita al reconocimiento, respeto y garantía de los derechos de la libertad-autonomía, antes mencionados.

Se parte de la consideración del hombre como individuo aislado sin conexión social, descontextualizado de sus circunstancias sociales, económicas, políticas y culturales: reacción a los excesos del despotismo absolutista, y al concepto del súbdito o vasallo al poder  ilimitado del Rey (tradición de sumisión de la Antigüedad y el Medioevo).

Se afirma la total “autonomía” del hombre-individuo, de su “libre albedrío”. Sin embargo, los derechos articulados a la libertad-participación se restringieron a los ciudadanos (hombres) pertenecientes a la burguesía triunfante (sufragio censitario: exigencia de poseer determinados estatus de riqueza material para elegir y postularse a cargos de representación ciudadana). Progresivamente se fue extendiendo el derecho al sufragio hasta llegar a su carácter universal.

En la segunda y tercera modalidad histórica del Estado de Derecho: el Estado democrático y social de Derecho, y el Estado democrático de los derechos humanos (proceso de evolución del Estado Liberal al Estado social, y del Estado legal de Derecho, al Estado Constitucional y supraconstitucional de Derecho, segunda mitad del siglo XX, inicios de este nuevo siglo y milenio), ya no será el reconocimiento, respeto y garantía de los derechos del individuo abstracto, aislado, descontextualizado de sus circunstancias sociales en general la finalidad fundamental del poder estatal,  sino los del individuo como ser social, la persona “situada y temporalizada” en un medio social y un tiempo específicos, lo que conlleva a la superación de la idea “insolidaria” y abstracta de sociedad como la mera sumatoria de los individuos viviendo en un territorio nacional determinado, y su sustitución por la de una entidad que los integra, sin negarlos, en  un sistema vivo, abierto, inacabado y en parte imprevisible.



Además de  los derechos  asociados a la liberta-autonomía y la libertad-participación, las constituciones y los tratados internacionales en materia de derechos humanos garantizan los derechos sociales, culturales y ambientales (derechos de “procura existencial”). Dos principios fundamentan al Estado Social, y lo diferencian del Estado Liberal: la solidaridad y la igualdad. Para garantizar la igualdad, el Estado interviene en la esfera económica y social a fin de proteger, auxiliar y asistir a los grupos, clases y categorías sociales en real posición de debilidad.

La tercera consecuencia (3) de la finalidad del “constitucionalismo democrático” es que si el Estado ha de respetar y garantizar la dignidad de la persona humana y la universalidad de sus derechos fundamentales: libertad-autonomía, libertad-participación, procura-existencial, es lógico concluir que para esta axiología (filosofía política y constitucional) de la organización de las relaciones de poder, el aparato estatal no puede legítimamente asumir una misión providencial respecto del individuo y la sociedad, vale decir, no está llamado a procurar una supuesta “felicidad colectiva” que pasa por pretender cambiar la naturaleza humana individual y social conforme a un ideal de supuesta perfección (utopía), cual es el caso de todos los regímenes totalitarios.

La acción del Estado democrático de Derecho ha de concentrarse en crear, garantizar, sustentar, promover, fomentar las condiciones materiales, institucionales y culturales que permitan que toda persona, cada persona, pueda desarrollar sus potencialidades humanas en el marco de la Constitución y las leyes (Art. 20 CN). A ello se refiere la Constitución Nacional cuando expresa que la finalidad del proyecto de sociedad incorporado en la misma es el “desarrollo humano integral” (Ar. 299), y no la construcción de la sociedad socialista como paso previo al “paraíso comunista” (Constitución cubana), o el fortalecimiento del poderío y prestigio del Estado (Constitución de la Ex Unión Soviética).

Para la realización de esa finalidad “transpersonalista”, el régimen totalitario fundamentado en una ideología militante, postula como su misión histórica la creación de un hombre y una sociedad nuevos, lo que exige forzosamente la imposición de un pensamiento único para estandarizar a los individuos: la liquidación de la personalidad individual única e irrepetible mediante el control total de la educación o “Estado docente”, el monopolio absoluto de los medios comunicacionales e informativos, y la eliminación de las libertades intelectuales de información, pensamiento, lectura, expresión, creación artística y cultural, e innovación.

En ese sentido, el artículo 39, letra “C” de la Constitución cubana establece que corresponde al Estado: “Promover la educación patriótica y la formación comunista de las nuevas generaciones y la preparación de los niños, los jóvenes y los adultos para la vida social”, para lo cual basa su política educacional cultural “…en los avances de las ciencias y la técnica y el ideario marxista y martiano”.  Y en el ordinal “Ch” de ese mismo artículo  se garantiza la libertad de creación artística, “siempre que su contenido no sea contrario a la revolución”. Es decir, los cubanos son “libres” de crear arte: música, pintura, poesía, prosa, teatro etc., siempre que su contenido sea “revolucionario”; en pocas palabras, conforme a los parámetros fijados imperativamente por los “administradores”  de la revolución (la burocracia del partido  y del Estado comunista).

En el artículo 25 de la Constitución de la Ex Unión Soviética se disponía: “En la Unión Soviética existe y se perfecciona un sistema único de instrucción pública que asegura la formación cultural y la capacitación profesional de los ciudadanos, y que sirve a la educación comunista y al desarrollo espiritual y físico de la juventud, preparándola para el trabajo y la actividad social” (homogeneización, estandarización educativa). Muy diferente es la finalidad de la educación en un Estado democrático de Derecho. Así, el artículo 102 de la Constitución Nacional expresa: “La educación es un servicio público y está fundamentada en el respeto a todas las corrientes del pensamiento humano, con la finalidad de desarrollar el potencial creativo del ser humano y el pleno ejercicio de su personalidad…” (Pluralismo educativo).



Es consustancial a la finalidad del Estado democrático de Derecho, objeto de este análisis, garantizar el principio de la diversidad y el pluralismo existencial, intelectual, moral, ético, religioso, político, cultural, educacional. Por esa razón, la figura del denominado “Estado docente” prevista en el artículo 5º de la vigente Ley Orgánica de Educación choca contra la letra y el espíritu, propósito y razón del citado artículo 102 constitucional, ya que con fundamento en esa norma inconstitucional la “secta destructiva” podría imponer como pensamiento único a las instituciones educativas públicas autónomas (universidades nacionales) y a las privadas, “la ideología del socialismo bolivariano” haciendo nugatorio el respeto a todas las corrientes del pensamiento humano o libertad de cátedra (la ideologización del sistema educativo).

Pero, como esa posibilidad no ha podido implementarse en estos 14 años de “dictadura del siglo XXI” (
El Estado total de la corrupción o corruptocracia), dada la  ineficacia crónica de la mencionada secta, integrada mediante el criterio “gerencial bolivariano” de la “selección implacable de los peores” (en los ámbitos técnico, profesional y ético), y la sostenida resistencia de las instituciones educativas públicas y privadas (profesores, estudiantes, empleados, padres y representantes), la supervivencia de dicha dictadura depende, luego de haber demolido las instituciones del otrora Estado de Derecho, de la definitiva destrucción de los valores y principios que conforman la cultura del “constitucionalismo democrático”. Ello implicaría que parte sustancial  del país disidente (más de la mitad de los 28 millones de la población) emigrara a otras latitudes, que el miedo nos convirtiera en seres absolutamente sumisos, o en fin, que la susodicha “secta” estuviese dispuesta a organizar campos de concentración y de muerte, y a proceder como el régimen nacionalsocialista alemán y el estalinista soviético a emplear métodos de asesinatos masivos.

Ninguna de esas alternativas podrá llevarse a la práctica. Para los que creen que el lobo ya llegó, y nada puede hacerse (“los árboles les impiden ver el bosque”), deben comprender que aún en el probable supuesto del “triunfo electoral” de la  mayoría de los candidatos oficialistas a las gobernaciones el próximo 16 de diciembre, por las razones hartos conocidas relacionadas con un sistema electoral organizado para impedir la alternancia en el poder, los días de la “secta destructiva” están contados. Es cuestión de tiempo.

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